28 de enero de 2015 a las 19:53
Precedida por su aroma a laurel y su voz, viene Blanca Flor en la luz del atardecer:
—La luz de la mañana me mostró que estás escribiendo sobre mí —me dice con voz tenue. Aparece lentamente, está en cuclillas arriba del banco de madera en el que estoy trabajando, la cara oculta entre las rodillas. Su cabello más brillante que nunca al igual que el blanco de su vestidito.
Después de pensarlo mucho le contesto simplemente:
— Sí.
Me parece que tirita apenas hasta que me mira con mucho miedo:
— ¿Por qué? —me pregunta ansiosa— ¿Para qué?
Me quedo mirándola en espera de que me devuelva la mirada. Cuando lo hace, por fin, aunque insinúa una sonrisa sus ojos están tristes, muy tristes.
Cuidando de no parecer arrogante le respondo pensando, cuidando, cada palabra:
—Elegí este lugar; habité este lugar; elegí un nombre para este lugar; creé y publiqué una identidad en Internet, en el mundo, para este lugar. Pero falta el mito para consolidar este lugar, Blanca Flor, y ese mito eres tú. Tengo que escribir sobre ti.
— ¡Claro, para cuando tú no estés más! —responde con furia.
— Así es, Blanca Flor —trato de parecer alegre—, cuando yo ya no esté nadie se va a acordar de mí, pero tú serás por siempre inolvidable.
— ¡Es que yo no soy real! —me grita meneando su melena en el aire. Hay algo de brisa.
Le sonrío, con mis dos manos le levanto la cara con ternura, le quito lo que podría ser una lágrima, y le hago cariño en la cabeza, peinándola con los dedos:
— Si te puedo tocar es porque eres real, Blanca Flor.
Y Blanca Flor de Chicureo, acariciando mis manos, con sonrisa triste, se pierde ocultándose en la oscuridad del atardecer.
28 de enero de 2015 a la(s) 19:53
Estaba una vez sentado en la barra de un bar imaginario, tomando un Old Fashioned imaginario, conversando con un simpático barman africano, también imaginario, sobre una guerra con un país vecino a la que me habían convocado, guerra para nada imaginaria.
Aunque la conversa era muy liviana, de repente me vi en el espejo imaginario del bar, ustedes saben, de tipo… imaginario.
Pero yo estaba ahí y la cuestión era a toda fuerza, real.
Y pensaba en Blanca Flor de Chicureo ¿Era un invento? ¿Fantasía? ¿Un sueño erótico inconfesable? ¿Una realidad no distinguible por otros? ¿Una figura de otra dimensión que requería de mi para estar en ésta?
Entonces entendí, mirándome en el espejo y bajo la mágica influencia del Old Fashioned imaginario, que ella no era nada de eso, todo lo contrario: Blanca Flor de Chicureo, la más que bonita, era un espejismo.
Un espejismo de peligrosa mirada y cautivadora sonrisa.
Un espejismo en el sentido de cuando tienes sed, imaginas que encontraste agua. Y es que cuando estás haciendo algo que es muy seco, árido o áspero, además de tener sed de agua, tienes hambre de algo mucho más difícil: hambre de belleza. Y de la manera más inesperada, entonces, aparece su silueta preciosa, golpeando tus sentidos. Y, claro, no puedes alcanzarla porque es un espejismo que, al contrario de las sirenas que te encantaban para seguir su canto y estrellarte contra las rocas y así comerte, este espejismo afirma tus pies a la tierra, casi como si dijera «sálvame y libérame».
Me preguntó Gregorius, mi imaginario barman africano, cuál era mi equipo favorito. Sonriendo no contesté, repregunté:
—El «Barsa» — me contestó con su alba y arrolladora sonrisa. Le pedí un segundo Old Fashioned y volví a mis espejismos.
28 de enero de 2015 a la(s) 19:53
Una mañana de primavera, Blanca Flor llegó en la bruma. Como si fuera pleno verano, venía con su corto vestidito blanco, tan blanco como sólo se consigue en los lavados en el campo.
Olía a madera fina recién cepillada. Su cabellera relucía también como recién pulida.
Se quedó cerca de mi mirando a la distancia como si no me viera, pero no perdiendo detalle de mis movimientos con la periferia de su vista.
Si yo pasaba detrás de ella entonces giraba lentamente para seguir mirando algo en el infinito pero para tenerme en el límite del campo de su vista. Su cara sonreía.
Terminé de hacer algunas medidas, y seguramente supo que había terminado lo que me tenía ocupado porque ahí estaba delante de mí, mirándome a los ojos y sonriendo francamente:
—¿No vas a decir nada? —me preguntó.
Me encogí de hombros, sonriendo y negando con la cabeza. Blanca Flor sabía que aunque yo era más de una decena de años mayor que ella, en apariencia al menos quizás ella no tiene edad, mi timidez siempre me ha impedido entablar una conversación»normal» con una mujer que encuentro atractiva. Y ella lo es.
—¿Escuchas el viento? —me preguntó.
—Por supuesto —le respondí, aunque era más bien una brisa suave.
—Es mi sombra —dijo con orgullo.
En realidad, a esa hora en que todavía no sale el sol y en medio de la bruma, no hay sombras, así que, pensé, la próxima vez que la vea a luz de día, me aseguraré de que ella también tiene sombra.
Tomó mi mano con la palma hacia arriba y puso su índice en el centro, perpendicular a ella, como en una brújula:
—El tiempo y el viento son lo mismo —murmuró—, se mueven. Siempre se mueven y, aunque no lo sientas, Kiko, te gastan.
—Como yo no tengo viento —continuó con voz casi inaudible pero tan cerca que su aliento me llegaba caliente en el frío de la mañana—, porque es mi sombra, no me gasta.
Con su mano acarició mi cara, no como si fuera un niño, sino como a un animal al que quería pero que también temía: Amor y Miedo, mala mezcla.
—Chao, Kiko —me dijo mientras caminaba hacia la bruma.
Cuando ya estaba por perderse en ella, le grité:
—Chao, Blanca Flor—se volvió a mirarme— ¡Besos…! —agregué finalmente.
Escuché su risa hasta mucho después que había desaparecido en la bruma.
Ahí lo entendí.Blanca Flor no es que fuera mágica. Ni duende. Ni legendaria y menos mi obsesión.
Blanca Flor es la esencia de la mujer, eso que permite que algunas sean «más que bonita».
28 de enero de 2015 a la(s) 19:52
Blanca Flor, mágica y misteriosa, en una de sus tantas apariciones cuando construía hace años nuestra casa de adobe, llegó una mañana en el viento norte, con el pelo y la falda flotando como si estuviera tendida en el agua.
Se me acercó y me miró fijamente, muy seria. No me saludó.
—Soy yo —me dijo luego, mostrándome su dedo índice con una gota de sangre. Con el «soy yo» se refería a su sangre.
Como no dije nada y la miraba igual de serio que ella, sonrió primero con los ojos y luego con su franca y alegre sonrisa de siempre. Abrió la boca y con picardía sacó la lengua, invitándome a que la imitara.
Lo hice y puso su gota de sangre en mi lengua. Le sonreí.
Ella se rió con ganas, bajando la mirada con timidez. Después de un rato volvió a mirarme, y con el viento siguió hacia el sur.
25 de enero a la(s) 20:55
La dulce Blanca Flor, de Chicureo, siempre logró sorprenderme.
En un principio, precisamente por su adorable sonrisa y movimientos increíblemente gráciles, me pareció torpe porque, como esas antiguas damas que dejaban caer el guante o el pañuelo para permitir a algún desconocido iniciar una conversación, siempre dejaba caer cosas, cualquier objeto en sus manos.
Pronto me quedó claro que los dejaba caer muy cerca de ella. Después me quedó claro que lo hacía sólo conmigo.
También estaba claro: no era torpe pero nunca me quedó claro si este dejar caer cosas era inconsciente o intencional.
Pensé que debía ser muy entretenido obligar a este tarado, yo, a agacharse constantemente a recoger cosas. Pero, no, no era tan simple.
Gracias a esto pude conocer su aroma, de su cabeza a sus pies, simplemente: olerla.
Así como muchos se esfuerzan mucho por ver el «aura» del cuerpo de otros, conocí esta «aura» de Blanca Flor, recontra animal, súper olfativa, como para el lobo que de alguna manera soy,
Olor a piel limpia. Piel seca, húmeda, escondida, tímida, ardiente: perfume de mujer.
Y me queda sólo decir: Blanca Flor de Chicureo, tu aroma era —y no sé por qué lo digo en pasado, sin duda hoy también lo «es»— mágico.
Blanca Flor de Chicureo es una bella mujer legendaria —no confundir con imaginaria— que aparece recurrentemente en la zona, en mi imaginación, y, por qué no decirlo, en mi corazón.
Dice la leyenda que a cada aparición la precedía una linda canción que los lugareños, en su mayoría niños y campesinos, tarareaban alegremente pero que el tiempo y la distancia ha permitido su total olvido. Puedo desmentir esto: nunca hubo tal canción.
Apareció cuando a pleno sol, sin ningún árbol, en el verano de 1987, en los momentos más extenuantes construíamos nuestra casa de adobe en este desierto que era Chicureo.
«La vas a llamar como a mi» me susurró Blanca Flor una vez al oído, «Blanca, la Casablanca».
Sí, mientras existió se llamó Casablanca. Ahora se llama Lo Benítez, no sólo porque es nuestra sino por el estilo irremediablemente romántico del Benítez. Ése, el Kiko.
Pero Blanca Flor podía —puede— ser también muy traviesa y despertar los impulsos más inconvenientes. Me convenció de poner en la carretera algunos letreros de vialidad que señalizaran a «A la Virgen», y que condujeran a una glorieta en la entrada de Casablanca, nuestra casa, en la que junto a una virgen, pusiéramos una alcancía y varios letreros diferentes del tipo «gracias virgencita por favor concedido».
«Nos vamos a hacer millonarios» decía riéndose a carcajadas, mientras bailaba levantándose las faldas.
Se enojó mucho cuando no lo hice y desapareció por algún tiempo..
Mira las fotos de la Casablanca de Kiko Benítez.
21 de enero a la(s) 21:09
Dulce y tierna Blanca Flor,
luz de donde el sol la toma.
hermosísima paloma,
sin ansias de libertad… (basado, por supuesto, en el Tenorio de Zorrilla)
Y el primer apunte:
La dulce flor de Blanca Flor.